El martes por la noche, en tanto buscaba mi coche por Donceles, de pronto, y por increíble que parezca, me topé con el poeta zacatecano.

-Entonces, sí vino a El Colegio Nacional tal como se lo imaginó Juan Villoro en su espléndido discurso por su ingreso a esta institución en donde, por cierto, nada más se cuentan tres mujeres por 90 hombres: la doctora Beatriz de la Fuente, la arqueóloga Linda Manzanilla y la doctora María Elena Medina-Mora.

El autor de Suave Patria me miraba con sus ojos de niño triste.

-Hablemos de Juan Villoro, hijo de don Luis, un gran filósofo español quien también es miembro de El Colegio Nacional. Juan es uno de nuestros mejores escritores. Ha escrito novela, cuento, literatura infantil, teatro, ensayo, crónica y periodismo literario. Además ha ganado muchos premios, el de Xavier Villaurrutia, el de la Ciudad de Barcelona, el de Periodismo Rey de España, el de Letras José Donoso, entre otros más.

-Lo escuché desde la puerta porque había muchísima gente. El muchacho me pareció de una inteligencia más que brillante, fosforescente.

-Me da gusto que Juan no nos haya mentido y que efectivamente se haya encontrado entre nosotros. Villoro lo imaginó, en 2014, como a un fantasma caminando por Mesones: “pero no se detiene en casa de Saturnino Herrán. Sigue rumbo a la calle de las librerías de viejo. La plaza de Santo Domingo vuelve a traerle recuerdos de Zacatecas. Ahí, los escritores públicos escriben cartas para los novios a los que les sobra amor y les falta ortografía. En un kiosco, un periódico le informa que al fin un Papa lleva el nombre de Francisco, pobre entre los pobres. El beneplácito de la noticia se mezcla con un sobresalto. Un encabezado habla de la reforma energética. El poeta recuerda un dístico de “La suave Patria”: “El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros del petróleo el Diablo”. Ve con repudio los muchos anuncios de marcas norteamericanas. Fastidiado, sigue por Donceles.

El Templo de la Enseñanza lo cautiva con un barroco a escala, propio de una devoción de juguetería. Prosigue hasta un zaguán en el que se anuncia una conferencia: “Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde”. No sabe lo que significa con precisión esa palabra que le suena forzada: “narrativa”. Entra porque siempre ha creído en citas con los espectros y el cartel informa que es uno de ellos; pertenece, como tantas veces lo soñó, a la legión transparente. Escucha lo que se dice de él. Su cortesía es del tamaño de nuestro entusiasmo. Esto permite un acuerdo que acaso no sea sino una ilusión literaria: hablamos su idioma. Se ha hecho tarde. Una campana suena en alguna parte. Una ventana se enciende en una alcoba”.

-¿Verdad que fue un discurso precioso? No en balde le aplaudimos tanto y de pie.

-Este muchacho es demasiado generoso en relación a mi persona y a mi obra. Me llamó la atención el paralelismo que hizo entre el Ulises de Joyce, libro que desafortunadamente nunca leí porque se publicó el mismo año en que me fui. Dijo que Joyce y yo teníamos los mismos intereses.

-Don Ramón, ¿por qué nunca se casó, con las cuatro mujeres que “lo correspondieron espiritualmente”? ¿Sabía usted que todas murieron solteras? ¿Por qué nunca usó reloj, ni conoció el mar, ni tuvo casa? ¿Por qué para usted la ciudad era como “un jeroglífico nocturno” (frase, dice Juan, digna de Joyce)? ¿Por qué nunca se casó con María Nevares, “la de los ojos color sulfato de cobre”, no obstante se trataba de “la mujer que había de ser el segundo y más humano de sus amores”? ¿Sabía usted que adoptó a dos niñas y que tuvo muchos nietos? Decía el padre Peñaloza, que nunca en su vida lo condenó y que al morir parecía una novia triste y que pronunció su nombre. Y por último, ¿por qué desatendió su enfermedad y como consecuencia contrajo una neumonía que poco después se transformó en pleuresía?

Alto y delgado como siempre fue Ramón López Velarde, no me contestaba, nada más me miraba. Se veía pálido.

-Si quiere le respondo todas sus preguntas en el Café de Tacuba. ¿Gusta acompañarme a cenar, mi querida señora?

Al decirle que sí lo acompañaría, en ese momento, el fantasma desapareció, dejándome una profunda melancolía, pero sobre todo un enorme agradecimiento hacia Juan Villoro, por haber convivido tantas horas, con el poeta preferido de Don Enrique, mi padre.

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