La exsecretaria de Estado Hillary Clinton será la candidata demócrata para la presidencia de Estados Unidos. El hombre con más probabilidad de enfrentarla en noviembre en la fórmula republicana es el desarrollador inmobiliario Donald Trump.

Esas son las líneas de batalla después de las primarias en los Súper Martes que se han realizado. En muchas formas esto es profundamente sombrío.

Trump ha dicho cosas cada vez más repugnantes sobre los inmigrantes, las mujeres y los musulmanes y rechazado condenar a los supremacistas blancos. Sin embargo, cambia su discurso de ventas tan fácilmente como sus calcetines: en un discurso después de ganar siete de los 11 estados el 1º de marzo, dejó de refunfuñar y trató de sonar presidencial.

Las primarias han puesto en claro que una gran parte de los votantes estadounidenses están enojados.

Sería poco sensato subestimar su capacidad para fingir seriedad y transformarse en un aparente centrista.

El único obstáculo entre Trump y la Oficina Oval sería Clinton.

Ella es una candidata formidable y en cierta forma admirable, pero con puntos débiles.

No es amada por partes de la base de su partido y está sujeta a una investigación sobre si manejó mal información clasificada cuando era secretaria de Estado.

Poco sorprende que tantos de quienes contemplan la política estadounidense hoy se hundan en la desesperación.

Sin embargo, con una gran dosis de optimismo y una fe continua en la sensatez de los votantes estadounidenses, es apenas posible ver a la elección de noviembre bajo una luz más positiva.

La votación para la presidencia aún pudiera producir la recomposición de los dos partidos principales y un realineamiento político que condujera a un gobierno menos estancado y paralizado.

Este escenario optimista depende de convertir el antagonismo de hoy en una fuerza a favor del cambio. Las primarias han puesto en claro que una gran parte de los votantes estadounidenses están enojados: enojados con los representantes de su propio bando, enojados con sus oponentes y enojados con el mundo.

Hasta ahora, esa ira ha sido canalizada hacia la división. En la derecha, Trump ha explotado el descontento utilizando los insultos para abrirse paso hacia el frente del grupo de aspirantes, avivando el resentimiento racial y complaciendo a las multitudes con una lista de propuestas que van de lo poco ético a lo impracticable. En partes de la izquierda, la ira es más cortés pero, particularmente cuando se dirige a Wall Street, no es menos profunda.

En las recientes elecciones, las fisuras partisanas han sido reforzadas por las brutales cifras de concurrencia de votantes. Los sondeos sugieren que una mayoría de los republicanos y demócratas creen que el otro bando es tan depravado como para representar una amenaza para la nación misma.

Como es difícil convencer a la gente que piensa así de cambiar de bando, los estrategas electorales argumentan que no tiene caso ir detrás de los votantes indecisos. Los votos extra más fáciles provienen del 40 por ciento del electorado que típicamente se queda en casa en una elección presidencial.

Cada bando se concentra, por tanto, en agitar a las personas que le apoyan pero quizá no voten. Eso eleva el enojo a un nuevo nivel.

Si esta lógica desesperada se repite en una contienda entre Clinton y Trump, la elección pudiera tener consecuencias feas y trascendentales, particularmente para los republicanos.

Después de ganar una contienda avivada por la ira y encabezada por Trump, el partido casi seguramente abandonaría su apego al libre comercio y una política exterior firme y se replegaría hacia el aislacionismo, la xenofobia y el populismo económico.

Si sobreviviera a ese giro _ un gran condicional _, para mediados de siglo sería un partido nacionalista blanco en un país que será mayoritariamente no blanco. Lo más probable es que se fracturaría, con partes de la coalición republicana separándose para encontrar un nuevo hogar en otra parte.

Para Clinton, seguir la ruta del enojo quizá no divida al partido, pero casi seguramente resultaría en la derrota. Los demócratas tienden a obtener malos resultados cuando su angustia se desborda y empieza a sonar como desdén por Estados Unidos.

Es difícil imaginar a Clinton desempeñando de manera creíble el papel de insurgente político. Tiene décadas de experiencia cuando los votantes más enojados quieren a un novato. Nadie puede superar en odio a Trump. Así que es alentador que Clinton celebrará sus victorias en el Súper Martes convocando a más “amor y amabilidad” en la política.

La oportunidad para un mejor resultado radica en la asimetría de los riesgos. Clinton tiene la oportunidad de reunir una coalición de votantes contrarios a Trump más amplia que la que llevó a Barack Obama a la victoria en 2008 y 2012.

La desesperación en torno a Trump ha alcanzado tal intensidad entre algunos republicanos que quizá ya no apliquen las reglas habituales sobre que no hay votantes indecisos.

Foto: AP

Si Clinton combinara una gran concurrencia de su propio lado con un número considerable de abstenciones republicanas, boletas invalidadas y algunos votantes que estén dispuestos a cambiar del rojo al azul, entonces los demócratas pudiera no solo ganar la presidencia de manera aplastante, sino también recuperar el control del Senado.

Para formar esta coalición que detenga al Berlusconi rubio, Clinton tendría que cortejar a los republicanos moderados y de mentalidad empresarial, y ese grupo a su vez tendría que poner al interés nacional por encima de la victoria de su tribu en noviembre. A los republicanos les gusta hablar sobre la importancia del carácter, y Trump ofrece una posibilidad de demostrar que eso significa algo.

Trump a menudo insulta a otros republicanos, ellos no le deben lealtad. Algunos republicanos prominentes ya han empezado a atacarlo, incluido el exgobernador Mitt Romney de Massachusetts, el candidato del partido en 2012. Más tendrán que dar ese paso.

Después de la elección, una coalición amplia pudiera deshacerse tan rápidamente como se formó. Los demócratas pudieran usar su ventaja para forzar el avance de lo que puedan sin el apoyo de sus oponentes mientras tengan oportunidad. Luego serían castigados en elecciones subsecuentes y el gobierno federal regresaría a su familiar división, incapaz de aprobar presupuestos, recortar el gasto en beneficios o encontrar dinero para reparar carreteras.

Sin embargo, más bien una presidenta Hillary Clinton podría abogar por las virtudes del compromiso democrático, y no a afirmar que puede mágicamente dar a sus votantes todo lo que quieren todo el tiempo.

Si pudiera seguir un tipo de política diferente, uno que buscará abordar algunas de las preocupaciones republicanas así como las demócratas, podría mantener unido al nuevo consenso durante más tiempo, reformando los partidos, haciendo al país más gobernable y sepultando la oferta de Trump de un Estados Unidos vuelto contra sí mismo.

Esa es la promesa distante que alberga el 2016. Mientras se trazan las líneas de la batalla, tratemos de tenerlo en mente.

Información de Excélsior.

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