Yuriria-Sierra

Tendrían que ser los entornos más amables en los que se generan los afectos que muchas veces llegan a ser de por vida. Tendría que ser el ambiente donde se vive una camaradería única, aquella que se tiene entre compañeros de escuela; la que fomenta juegos y complicidades inocentes. Pero se han convertido en entornos que son más bien un espacio para el miedo y el silencio. Y se convierten en ello cuando se pierde la dimensión y el alcance de los actos que ahí se cometen, cuando estos actos van mucho más allá de lo imaginable o de lo que podemos concebir.

Llevamos mucho tiempo hablando del bullying, que se ha hecho un tema recurrente y, peor aún, se ha convertido en un asunto que nos trae episodios con final cada vez más trágico. Hemos documentado aquí casos como el de Antonio de Jesús López, un menor de 12 años que tras varios abusos, terminó en estado vegetal. Esto ocurrió en noviembre del año pasado. Hace unos meses, también enteramos aquí sobre Angelina, una estudiante de secundaria de un plantel ubicado en el barrio de Tepito en el Distrito Federal, víctima también de agresiones por su origen mixteca. En esas mismas fechas —en febrero pasado— el DIF decía que en la capital del país se suicida una de cada seis víctimas de bullying. Y este es uno de los pocos datos que se tienen al respecto, pues siempre es el miedo el que hace callar a la víctima. El problema se hace visible cuando ya hay consecuencias graves, cuando hay lesiones que incluso merecen hospitalización o cuando se llega más lejos…

A Héctor Alejandro Méndez Ramírez lo mataron sus compañeros de escuela. No podemos decirlo distinto; eso pasó. Escudados en que todo “era un juego” para ellos —para los agresores—, terminaron con la vida de una persona. Lo enviaron al hospital, le provocaron muerte cerebral, lo dejaron conectado a una máquina y a un corazón que funcionaba gracias a los medicamentos. Los padres de Héctor dieron todavía una lección de profundo humanismo de cara a la muerte de su hijo: realizaron un acto profundamente conmovedor en mitad de su propia tragedia: donaron los órganos de su hijo. Un hijo que ya no está. Los agresores mataron a su hijo, pero su hijo salvó otras vidas. Profundísima lección, profundísimo mensaje.

Los responsables son menores de edad, y aunque también habrá que investigar cuál fue el actuar de las autoridades de la escuela ante el hecho, saber si se pudo hacer algo que salvara la vida a Héctor, lo cierto es también que uno de los graves huecos que aún hay en el combate al bullying es que las leyes aún quedan cortas. ¿Cuál es la responsabilidad no sólo de los padres de estos agresores, sino de los violentadores mismos, por mucho que no tengan la mayoría de edad? ¿Cuál es y cuál tendría que ser?

Lo que se ha destinado para ello han sido únicamente programas para su prevención, para crear protocolos que sirvan para hacer frente a los casos que se presentan, pero el gran hueco es que no hay condenas que de verdad sean de la dimensión del problema. Cuando se habla de bullying escolar, estamos hablando en su mayoría de niños y adolescentes víctimas y victimarios. ¿Por qué habría de juzgarse a los segundos como menores de edad, si las consecuencias de sus actos son en algunos casos irremediables? ¿No es tiempo para legislar a este respecto?

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