El galán le preguntó a su dulcinea: “¿Crees en el más allá?”.
Con inquietud respondió ella: “En el más allá ¿de dónde?”.
Un vendedor le mostró una computadora a Ovonio Grandbolier, el hombre más perezoso del condado.
Le dijo: “Esta máquina le hará la mitad de su trabajo”.
Pidió el grandísimo haragán: “Entonces deme dos”.
Doña Sarah Bernarda era mujer muy dada al dramatismo.
Cierto día llegó con anticipación de un viaje y sorprendió a su esposo en el lecho conyugal en trance de fornicación adulterina con una damisela de pocos años y de muchas curvas.
Echó mano la dramática señora a un revólver que en el cajón del buró guardaba su marido y se lo llevó a la sien.
Clamó con voz patética: “¡Después de ver tu felonía no puedo ya vivir! ¡Voy a pegarme un tiro! ¡O dos, si puedo!”.
“¡No hagas eso, mujer! -le rogó con angustia el fementido-.
¡Tú vales mucho! ¡Si no renuncias a tu sueño podrás cambiar el mundo! ¡No eres una gallina: Eres un águila! ¡En tu interior vive una triunfadora! ¡Levanta el vuelo y llegarás a la cumbre del éxito!”.
Le dijo todo eso porque acababa de leer un libro de superación personal.
Replicó doña Bernarda sin quitarse la pistola de la sien: “¡De cualquier modo me quitaré la vida! Y no hables más.
¡Tú eres el siguiente!”.
Dijo muy dolorido un futbolista: “Mi equipo me cambió”.
“¿Y eso te apena? -trató de consolarlo un compañero-. A muchos jugadores su equipo los cambia por otros”.
“Sí -admite el futbolista-.
Pero a mí me cambió por dos balones”.
Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió a su nueva pareja una acción lúbrica de carácter oral.
Respondió ella: “Lo siento.
Soy vegetariana”.
(No le entendí).
¡Qué vida de juglar, maravillosa, la que llevo! Ayer estuve ahí, ahora estoy acá, y mañana estaré allá o acullá.
Diosito bueno se hace de la vista gorda ante mis fallas, finge no ver mis incontables yerros y deja que caiga sobre mí la benéfica lluvia de sus dones.
Me regala el camino, y me da también feliz posada.
Su amor me llega a través de mi prójimo.
La semana pasada, al terminar mi perorata en Mérida para los mayoristas nacionales de abarrotes, un gentilísimo señor de Parral me dijo estas palabras: “Todos los días le pido a Dios que no falte el pan en mi mesa y Catón en mis mañanas”.
¿Cómo puede olvidar un escritor una frase así? Y en Toluca, este domingo que pasó, los generosos mexiquenses abarrotaron la vasta sala donde me presenté, se pusieron en pie cuando aparecí en el escenario y me tributaron un aplauso que duró más de un minuto, según me dijeron después mis anfitriones.
¡Y ni siquiera había empezado a hablar! Ese recibimiento me aturrulló en tal modo que no sabía yo qué hacer para agradecerlo.
Lo que hago ahora, y con enorme pena, es disculparme con mis cuatro lectores por no haber podido al final hacer firma de libros: Disponía apenas del tiempo justo para ir al aeropuerto y tomar mi vuelo de regreso.
Espero que la vida me dé ocasión de volver a Toluca.
Expresaré entonces mi disculpa en forma personal, y haré lo que en esta ocasión no pude hacer en esa bella ciudad: Estar a la altura de la bondad de su gente.
Doy gracias a mi casa editorial, Planeta, y a esos beneméritos libreros y editores que son don José Antonio y don José Miguel Pérez-Porrúa, que tantas y tan buenas cosas han hecho durante tantos años -y siguen haciendo- en bien del libro y de la lectura en México.
Por ellos estuve en Toluca. Y ahora tengo muchos motivos para regresar.
Hornicio y Pimpa eran padres de dos gemelitas, las dos tan lindas que parecían muñequitas de sololoy.
(Nota de la redacción.
Aquí se deja ver la edad de nuestro estimado colaborador: El sololoy -ese vocablo viene de “celluloid”, materia de que están hechas las pelotas de ping-pong- dejó de usarse para hacer muñecas en 1945).
Decidieron los esposos buscar el varoncito.
Ella quedó embarazada, y a su debido tiempo dio a luz un niño.
Pero ¡qué niño! A diferencia de sus querúbicas hermanas era tan feo que parecía cría de orangután, macaco, mico, cuadrumano, simio, gorila, mandril o chimpancé.
“¡Divino Rostro! -gimió el papá usando una jaculatoria religiosa que ciertamente no venía al caso-.
¡Es imposible que yo sea el padre de esta criatura tan horrenda! Dime, mujer: ¿Acaso me engañaste?”.
Con un suspiro respondió la señora: “No esta vez”.
FIN.