Cuando hacemos ejercicio físico nos cansamos pero, curiosamente, también nos sentimos más ágiles, más tranquilos, mejor. Si nos sometemos a este estímulo regularmente durante un tiempo suficiente, es decir, si nos entrenamos, llegamos a adaptarnos a este cansancio y, además, las sensaciones positivas se cronifican, y todo ello es consecuencia de lo que está ocurriendo a nivel orgánico en nuestros tejidos y células.

La dosis óptima y tipo de ejercicio varían para cada persona en cada situación: edad, enfermedades, estilo de vida… De ahí la dificultad de establecer pautas que puedan aplicarse a toda la población. De todos modos, existe un mínimo indispensable para casi todas las personas. Así, la Organización Mundial de la Salud recomienda de forma genérica que toda persona adulta (y anciana, siempre que sus limitaciones médicas no se lo impidan) debe realizar al menos 150 minutos de ejercicio físico aeróbico de intensidad moderada semanalmente o al menos 75 minutos de alta intensidad (o la combinación proporcional de ambos). Asimismo, los expertos internacionales recomiendan realizar ejercicios de fuerza (como levantar pesas) que impliquen a los grandes grupos musculares entre una y dos veces a la semana. Además, parece que dosis superiores de ejercicio (300 minutos de ejercicio moderado o 150 de ejercicio intenso semanalmente) pueden reportar beneficios adicionales sobre nuestra salud.

Beneficios para el cerebro
La adaptación de nuestros tejidos al estímulo que supone el ejercicio físico está modulada por infinidad de vías moleculares, muchas veces dependientes del órgano que estemos analizando. Por ejemplo, a nivel cerebral el ejercicio modula el incremento en la vascularización y flujo sanguíneo, eleva los niveles de factores neurotróficos que producen reparación y crecimiento de nuevas neuronas, reduce el estrés oxidativo y ayuda a degradar ciertas proteínas tóxicas que pueden dar origen a enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer o el Párkinson. A nivel cardiovascular, el ejercicio crónico produce efectos antiinflamatorios, incremento en el flujo sanguíneo y el tono vagal (lo cual se manifiesta con una disminución de la frecuencia cardíaca), vasodilatación (que se traduce con un descenso de la presión arterial) y reducción de los niveles de lípidos sanguíneos, entre otros beneficios.

Previene el cáncer
Ser físicamente activo también previene el cáncer, especialmente el de mama y colon, ya que el ejercicio reduce las hormonas sexuales libres y ciertas hormonas metabólicas, el daño oxidativo y las citoquinas pro-inflamatorias, mientras que promueve ciertas moléculas que bloquean la propagación del cáncer como SPARC o la calprotectina, además de estimular la función inmune (al menos si el ejercicio no es muy intenso). Por otro lado, el ejercicio está directamente vinculado con la mejora de enfermedades metabólicas como la obesidad, diabetes o dislipidemia. Esto es así porque se promueve la sensibilidad a la insulina y la capacidad de captación de glucosa por el músculo, se eliminan más ácidos grasos del torrente sanguíneo y se incrementa el gasto calórico.

En resumen, el ejercicio físico es efectivo en el tratamiento y prevención de muchas enfermedades que condicionan de forma sustancial nuestra capacidad de vivir más y mejor.

Helios Pareja y Alejandro Lucía son investigadores de la Universidad Europea. Su grupo de investigación se dedica a entender los mecanismos biológicos por los que el ejercicio ayuda a prevenir (e incluso a tratar) muchas enfermedades. Además, también estudian el perfil biológico de personas centenarias sanas con el fin de conocer mejor en qué consiste eso del ‘envejecimiento saludable’, y analizar si el ejercicio físico también podría ayudar a vivir una larga vida libre de enfermedades importantes. Este artículo ha sido escrito en colaboración con el Departamento de Comunicación de la Universidad Europea.

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