Dice el diccionario de la R.A.E. que la felicidad es un estado de grata satisfacción espiritual y física pero, un poco después,  reconoce que para que esto ocurra, también debería darse una ausencia de inconvenientes o tropiezo: algo poco probable en la vida que, por definición, se desarrolla en un entorno cambiante. Sin embargo, incluso socialmente, parece que se está obligado “a ser feliz”… El problema es que esta imposición de la felicidad dificulta el gestionar adecuadamente las emociones llamadas “negativas”… ¡Y el cerebro necesita ambas cosas! Las emociones como la tristeza, el miedo o la ira no son “negativas”, sino necesarias y cargadas de enormes ventajas adaptativas. Vamos a ver por qué.

¿Qué  sucede cuando un individuo se desplaza de su “zona de confort”? Que su cerebro explorador inicia todos los mecanismos necesarios para afrontar los cambios. Así, la amígdala dirige el control emocional de sus acciones, mientras el hipocampo limita su alcance basándose en las experiencias previas fijadas en su memoría. El cerebro entonces puede enfrentarse al miedo y alerta, emociones que garantizan su integridad. O puede tener que negociar con un posible desencanto por  una experiencia desagradable: empieza así el  necesario duelo que le permitirá re-evaluar su situación. Por último, incluso se puede desarrollar un potente enfado que le hará luchar contra lo que es peligroso o injusto.

Pero, obviamente, estas situaciones de alarma no se deben prolongar eternamente. Por ello, nuestro cerebro, a continuación, inicia, también, una serie de mecanismos atenuadores de ese desagradable conjunto de sensaciones. Estas respuestas “de recuperación” son en muchos casos iniciadas por señales químicas como, por ejemplo,  la liberación deoxitocina que comunica una sensación de confianza en el entorno.

Aceptar las emociones negativas

Estos mecanismos se producen en el cerebro de todas las personas, pero puede suceder que, al ponerse en marcha e intensificarse, en un desesperado intento de no aceptar la emoción “negativa” por resultar demasiado dolorosa, estos mecanismos atenuadores del cerebro no consiguen devolverlo a la “zona de confort”. Es lo que ocurre por ejemplo cuando se es víctima de violencia extrema o continuada.

En estas situaciones el individuo despliega todos sus mecanismos neuro-psicológicos de defensa y recuperación pero, en este caso, pueden llegar a dejar de ser la solución para convertirse en parte del problema. El bloqueo del miedo o el enfado sentidos ya no podrán permitirle recuperar la calma tras el estado de alerta, como en ocurre en el estrés post-trasmaútico. Los mecanismos de confianza en el entorno pueden alcanzar tal nivel de apego y vulnerabilidad que al final la persona no es capaz de reaccionar contra el origen de la agresión, como les puede ocurrir a las víctimas de violencia de género.

En resumen, es necesario escuchar con atención y no tratar de  anestesiar al cerebro que sufre: él nos avisa, gestiona y corrige los cambios que se producen garantizando con ello nuestra supervivencia.

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