Alberto Aguilera Valadez, el tímido aspirante a músico sucumbió ante su «alter ego» Juan Gabriel desde principios de la década de los 70, y así como el nombre artístico se encumbró en ídolo, desplazando para siempre al jovencito de Parácauro, Michoacán, forjado musicalmente noche a noche en el Noa Noa, aquel fronterizo «lugar de ambiente donde todo es diferente»; desde ayer el mito del «Divo de Juárez» se erigió, contrario al hombre, como una figura omnipresente no sólo del Siglo XX sino también de esta nueva centuria.

Si en sus inicios a finales de los años 60 todo fue difícil para él, al ser tachado de exhibicionista -por usar un eufemismo- por sus ademanes y morbosa ambivalencia sexual, al pasar por el bautismo discográfico prescindiendo de apellidos bajo el manto celestial arcangélico, el humano se hizo leyenda, así, sin saberlo, en cada composición, concierto y desplante escénico siempre fue aclamado por una audiencia masiva y asexualmente complaciente, algo raro en un país de costumbres machistas.

Como buena leyenda de Juan Gabriel se acuñan muchos acontecimientos que validan su status, como aquel de un concierto en un palenque en algún lugar del interior de la República atestado de rancheros, donde uno de ellos desde el anonimato que confiere la masa le gritó: «¡Pinche puto!», mientras el artista con parsimonia y como flotando sobre su ego se acercó al bigótón y bravucón sujeto para soltarle un «Te pareces tanto a mi…», como preámbulo a su canción homónima.

Aunque al principio, los intelectuales hacían pedazos sus canciones, metafórica y literalmente -como en aquel programa «Sopa de Letras», de Jorge Saldaña, donde se rompían elepés al no pasar por el refinado gusto de los lingüistas del panel televisivo- en el umbral de la década de los 90 las puertas del máximo recinto cultural de México: el Palacio de Bellas Artes, se abrieron de par en par para sus recitales, mientras los eruditos más hortodoxos se rasgaban las vestiduras por la «profanación» de la «sacrosanta» sala con el primer artista popular en escenificar ahí un show.

El también tristemente desaparecido Carlos Monsiváis lo definió como todo un «self-made men», con una sui generis capacidad para cautivar desde al más gay hasta al más macho: «A Juan Gabriel nada le ha sido fácil, salvo el éxito”, dijo el cronista en su libro «Escenas de pudor y liviandad».

Su clásico «Costumbres» es contundente: «No cabe duda que es verdad que la costumbre es mas fuerte que el amor», y Juan Gabriel nos tenía a los mexicanos tan acostumbrados a su música, que quién puede jactarse de no saber, le guste o no su estilo, alguna frase de su repertorio que, pésele a quién le pese, no le pide nada en letras y éxitos al de grandes compositores del cancionero popular mexicano como Agustín Lara, Álvaro Carrillo, José Alfredo Jiménez o Armando Manzanero.

Un amigo y ex compañero de Excélsior, Eduardo Martínez Soto Alessi, definió la muerte del hombre y el ascenso del mito de la más simple manera, y por ende la mejor: «Juanga murió de lo que tenía que morir: del corazón».

Excelsior.

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