Yuriria-SierraAl igual que Joseph Ratzinger —el Cardenal que no quería el Papado—, Jorge Bergoglio tampoco quería ser Papa. Así lo dijo en junio, en una reunión con jóvenes estudiantes católicos de Italia y Albania. No ha sido la única declaración “polémica” que ha realizado. Francisco, como se le conoce ahora y tal como pasará a la historia durante éste, su primer año al frente del Vaticano, se ha encargado de mover el tapete sobre varios asuntos, pero a diferencia de Benedicto XVI o el propio Juan Pablo II, lo ha hecho igual al exterior que al interior de la Iglesia católica.

Su formación jesuita lo hizo sacudirse de una suerte de protocolos que sus antecesores acataron al pie de la letra. Una política de austeridad: ni los zapatos Prada ni las lujosas residencias ni los traslados en vehículos blindados. Así empezó su pontificado; luego siguieron esas declaraciones que han incomodado a los católicos más puristas (aquellos más papistas que el Papa): “¿Quién soy yo para juzgar a los gays?”, se atrevió a decir. Por primera vez en tantos, tantísimos años, la cabeza del catolicismo en el mundo, “el representante de Dios en la Tierra”, habló sobre la homosexualidad lejos del discurso condenatorio.

Aunque hay quien califica a estas declaraciones como insuficientes o “pequeñas” (en el sentido del alcance que podrían tener), lo cierto es que sí debe reconocerse que este cambio en el discurso es un paso enorme que pensaríamos no llegaría jamás de la Iglesia católica. Porque no ha sido sólo esa: “El matrimonio es entre un hombre y una mujer (…) pero tenemos que ver los diferentes casos y evaluarlos en su diversidad”. “Ningún esfuerzo de pacificación será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma”. “No se puede imaginar una Iglesia sin mujeres activas”. “El Señor nos redimió a todos nosotros, a todos nosotros, con la Sangre de Cristo; a todos nosotros, no sólo a los católicos. A todos”.

Un discurso mucho más incluyente, mucho más humano. A Juan Pablo II se le reconoció siempre el enorme carisma, el mismo que le permitió convertirse en el “Papa viajero”, que fue recibido incluso por líderes de otras religiones. A Benedicto XVI, lo que se destacaba era su formación más bien conservadora, más que su antecesor, por lo que los temas tabú se quedaron exactamente igual. Francisco llegó y entonces, a los pocos meses, cambió apenas en dicho, pero suficiente para pensar que durante los próximos años la Iglesia católica irá puliendo el camino con el que se incorporará a los tiempos; no se puede concebir una Iglesia que se rija bajo las mismas reglas; ya no puede ser el mismo dogma que hace dos mil años.

Francisco ha cambiado el discurso. A nadie le significan mucho estos giros de 180 grados en la ideología católica, pero sí se toman como el inicio, el mayor esfuerzo que se ha hecho en muchos años para evitar la condena. No es un llamado al diálogo, pero sí es incluso un trabajo político que suaviza la postura de la Iglesia que representa. Eso es suficiente para que Francisco, en tan sólo un año de su llegada al Vaticano, haya dejado ya su marca. La Iglesia católica está obligada a ya no ser la misma después de Francisco.

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