El Chivo

Para Juan Villoro

Guadalupe-LoaezaCuando el director de cine Alejandro Pelayo me anunció que el fotógrafo de la película “Miroslava”, con guión de Vicente Leñero e inspirado en un cuento de mi autoría, sería Emmanuel Lubezki, no lo podía creer. De los 10 premios Ariel que había obtenido la exitosísima película “Como Agua para Chocolate” (1992), basada en la novela de Laura Esquivel, uno de ellos había sido, precisamente, por la fotografía de Lubezki. Además, ya me había llamado la atención su trabajo en “Sólo con tu Pareja” (1991), su primer largometraje junto con los hermanos Cuarón, y por el cual obtuvo una nominación para un Ariel. De allí que para entonces Lubezki ya era un personaje conocido y muy reconocido.

Gracias al apoyo de mi amigo Ignacio Durán Loera, quien entonces estaba al frente de IMCINE (siempre abierto para contratar a jóvenes artistas, directores, escritores y guionistas), que estuvo de acuerdo con que se le diera la oportunidad a la bellísima actriz franco-mexicana Arielle Dombasle, para que interpretara el papel de Miroslava Stern. La película se estrenó en el cine Latino, en abril de 1993. Debo decir con toda la sinceridad que, más que la dirección de Pelayo, que el guión de Leñero y que la conmovedora actuación de Arielle, lo más llamativo de toda la película fue la extraordinaria fotografía (en todos los tonos de azules inimaginables) de Lubezki. No en balde obtuvo un Ariel por la Mejor Fotografía. De allí que me sienta en deuda con este extraordinario fotógrafo. Lubezki hizo una propuesta muy novedosa de iluminación y aportó a la puesta en escena un toque de preciosismo que destaca por sí mismo. Sin embargo, para él no funcionó del todo, ya que “las imágenes estorban a la historia”; no alcanzaron para “inventar un mundo y dejar que el público entrara en él y nunca dudara de la verosimilitud de ese mundo”, leemos en el espléndido ensayo de Hugo Hernández Valdivia.

A Emmanuel Lubezki Morgenstern -mejor conocido como “El Chivo”-, nacido en la Ciudad de México en 1964, lo recuerdo en esa época como un joven muy serio, callado y siempre muy enfocado en su trabajo. Era amable y atento, pero sin excesos. De todo el grupo que nos encontramos diariamente en distintas locaciones de la Ciudad de México, a lo largo de tres semanas, era el que siempre llegaba a tiempo. Decía Arielle que con Lubezki sabía que le encontraría el mejor ángulo, favorecido éste con la mejor luz. De hecho, de todas las películas que he visto de Dombasle, en “Miroslava” es en la que me parece más bella. Me acuerdo de una escena particularmente por la luz en tonos ámbar y la suave textura de la fotografía que consiguió darle el operador de la cámara. Era por la tarde y fue tomada en el primer piso de lo que era la Casa del Libro (un edificio muy porfiriano), ahora restaurante Covadonga. Estaba la madre (Verónica Langer) sentada justo frente a la ventana, cuando Miroslava, de 10 años (Pamela Sniezhkin), aparece a sus pies. La mamá le está cantando una canción de cuna en irish, y la niña alza ligeramente la cabeza, de vez en cuando, para mirarla y sonreírle con ternura. A lo lejos se escuchan las campanadas de las torres neoclásicas de la iglesia. En el ambiente hay un dejo de melancolía y de tristeza. Lo más sorprendente de todo fue que se hubiera dicho que había sido tomada, efectivamente, en los años de la década de los 40, época en que la madre y el padrastro de “Miri” llegan a México huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Este efecto tan impactante y sensible a la vez, sólo lo pudo haber tomado el lente del entonces joven Lubezki.

De todas las escenas, la última es, tal vez, la más fuerte e intensa de todas. Sucede durante los últimos momentos del suicidio de Miroslava. Ella se ve totalmente devastada, lleva una bata azul de seda, el pelo suelto y parece moverse en cámara lenta. Está recostada en una cama redonda con las sábanas en desorden. Miroslava, de 29 años, y de origen checo, ya ha tomado las pastillas (también azules) que la llevarían a la muerte. De repente, cae sobre la cama el vaso de agua, cierra los ojos y en ese momento, la cámara hace la toma desde arriba, donde aparece el cuerpo de una mujer hermosísima, con una bata ligeramente abierta, las piernas recogidas en forma de feto, con el rostro pálido, enmarcado por una cabellera rubia, como si se tratara de un halo. Parece un ángel, totalmente en paz. Sólo Lubezki pudo haber percibido la angustia y la profunda soledad de los últimos instantes de una artista de cine que parecía tener todo y no tenía nada, a pesar de haber sido famosísima.

Por eso, cuando lo vi recibir el Oscar por la mejor fotografía, le aplaudí de pie desde mi casa dos veces; una, por haber captado tan bien a mi Miroslava y, otra, por “Gravedad”.

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