Plaza de almas.

“Eres una perra.

Naciste en el arroyo”.

“Sí, mamá”.

“No me digas mamá.

No soy tu madre.

Tu madre era una vieja de la calle, y yo soy y he sido siempre una mujer decente”.

“Sí, mamá”… Ya no recordaba las veces que le había dicho esas palabras.

Y ella siempre respondía: “Sí, mamá”.

La verdad es que no era su mamá.

No era mamá de nadie.

Jamás había podido tener hijos.

La muchacha era hija de su esposo.

La tuvo con la criada.

Ella supo desde el principio lo que estaba sucediendo.

Lo que no supo es que también desde el principio su marido preñó a la sirvienta.

Fueron los peores días de su vida.

Él no escondía su orgullo de macho que ha engendrado.

La criada se portaba como si fuera la dueña de la casa.

Conforme la panza le crecía se volvía más insolente.

Comía carne todos los días, como ellos, porque su esposo le pedía que también comprara carne para ella.

“Tiene que estar bien alimentada -le decía-.

Por la criatura”.

Y ella odiaba a su marido y a la criada.

Odiaba, sobre todo, a la criatura.

Cuando nació la niña la criada se las dejó, como si nada.

Dijo que su padre la mataría si se enteraba de que había parido.

Se fue, sencillamente, y no volvieron nunca a saber de ella.

Su marido ni siquiera le pidió perdón a su mujer, ni que se hiciera cargo de la niña.

Lo dio por entendido.

Y ella se encargó de la chiquilla lo mismo que se encargaba de la limpieza de los pisos o de tender la cama cada día.

No le tenía cariño, desde luego.

No era suya, y la criatura le recordaba siempre que no había podido ser mamá.

Le daba rabia pensar que una sirvienta pudo quedar preñada, y dar a luz, y ella no, a pesar de que venía de buenas familias y se había casado por las dos leyes.

Y ni modo de echarle la culpa a su marido: la niña era el vivo retrato de su padre.

Por eso la chiquilla la irritaba más.

La trataba como a un animalito al que había que criar por pura obligación.

Si se enfermaba de algo, si le entraba calentura, no se inquietaba.

Por el contrario, tenía secretamente la esperanza de que se muriera.

¿Acaso no mueren tantos niños? Pero la criatura atravesó por los males de la infancia con una resistencia que a ella misma la asombraba.

Y eso que ni siquiera la llevaba con el doctor, aunque a su marido le decía que la había llevado.

Se molestó la primera vez que le dijo “mamá”.

Otra mujer cualquiera se habría enternecido.

Ella no.

Sintió rabia de oírse llamar así por la chiquilla.

Era hija de su marido y de la criada; ella no había podido tener hijos.

Fue creciendo la niña.

Su padre la adoraba, y salía a pasear con ella, pues la pequeña era bonita, y al papá le gustaba presumirla.

Él mismo le compraba vestiditos, y a cada rato le hacía regalos de esto y lo otro.

Ella sentía celos de la muchachilla.

Era la que la cuidaba, y su marido no se lo agradecía.

La niña era hija de la criada, y ahora ella era la criada de la niña.

Qué cosas tenía la vida.

Y también qué cosas tenía la muerte.

Un día su marido salió de viaje.

Su coche volcó en la carretera y se mató.

Quedaron solas en la casa ella y la chiquilla.

La niña dejó de ser chiquilla.

Se hizo mujer.

A ella los años se le vinieron encima; envejeció.

Quizá no envejeció tanto por los años como por el rencor que llevaba adentro.

Y afuera también: los rencores dañan lo mismo al cuerpo que al espíritu.

Sus palabras envejecieron junto con ella.

“Eres una perra.

Naciste en el arroyo.

u madre era una vieja de la calle”.

Y la muchacha: “Sí, mamá”.

Un día la mujer se puso mala. Serían los años, sería el odio, el caso es que enfermó.

Ya no pudo levantarse de la cama.

La hija de la criada la cuidó.

No como criada, sino como hija.

Llamó al doctor, y el doctor dijo que la señora no tenía remedio.

La mujer se endureció aún más. Pensó que la vida no había sido justa con ella.

Y ahora debía resignarse a los cuidados de la que no era su hija, sino hija de su marido, nada más.

La muchacha estaba pendiente de ella día y noche.

Aunque ella no le hablaba le contaba las minucias cotidianas: llovió; había un sol precioso; al departamento de al lado llegaron nuevos inquilinos… Una noche, cercana ya la madrugada, ella murió.

Antes de morir, un instante quizá antes de morir, algo le llegó al alma.

Abrió los ojos y dijo con voz débil: “Perdóname”.

Y la muchacha: “Sí, mamá”… FIN.

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