De política y cosas peoresAFA-Caton

Plaza de almas.

Tenía 15 años, a lo más.

Era un muchacho bueno, simpático y amable.

Sus compañeros de la secundaria lo querían, y sus compañeras más.

Ella, su maestra, lo quería también.

Era su mejor alumno, el que sacaba siempre las más altas calificaciones.

Cuando el inspector escolar hacía la visita era él quien le daba la bienvenida a nombre de sus compañeros, y él era el que representaba a la escuela en los concursos de oratoria y declamación.

Descollaba igualmente en los deportes, sobre todo en el futbol.

No sólo era el delantero del equipo: era también su capitán.

De ahí el apodo que tenía: el Capi.

Todos lo llamaban así: el Capi.

Ella misma, su profesora, debía contenerse para no decirle: “Oye, Capi”, sino: “Oye, Juan Luis”, que era su nombre.

Frecuentemente platicaba con él.

A veces el Capi -quise decir Juan Luis- la acompañaba a su casa para ayudarle a cargar los exámenes que esa noche revisaría para darles a los estudiantes sus calificaciones el siguiente día.

El muchacho compartía con ella sus sueños. Desde luego él no hablaba de sueños, sino de proyectos.

Al terminar la secundaria haría la prepa y luego iría a la universidad a estudiar ingeniería.

Construiría casas -la primera para sus papás-; haría puentes y carreteras.

Ella lo alentaba.

Le decía que era su orgullo, y que cifraba en él muchas esperanzas. Seguramente llegaría lejos.

Él sonreía y contestaba: “No le voy a fallar, maestra”.

Sabía ella que la familia del muchacho era muy pobre, pero él saldría adelante, por su talento y su dedicación.

Se propuso ayudarle a conseguir una beca para que pudiera estudiar el bachillerato y luego ir a la profesional.

Un día Juan Luis faltó a la escuela.

Ella se extrañó, pues no faltaba nunca. Pensó que habría enfermado.

Faltó también el día siguiente.

La maestra les preguntó a sus compañeros si sabían por qué estaba faltando.

Ninguno lo sabía.

Ella esperó unos días más y luego fue a la casa del muchacho.

Llamó a la puerta de la paupérrima vivienda en que vivía su familia, y salió la madre de Juan Luis.

La profesora le preguntó por él.

Ella, confusa, balbuceó por lo bajo: “Está bien; está bien”.

En eso apareció el esposo.

“Métete” -le ordenó a su mujer.

Luego le dijo a ella: “Buenas tardes”, y cerró la puerta. El muchacho ya no volvió a la escuela.

El curso a su final; los alumnos tuvieron su fiesta de graduación de secundaria, y luciendo toga y birrete, alegres orgullosos, recibieron sus certificados.

Fue Lucita -la del segundo lugar- quien dijo las palabras de despedida.

Unos días después la profesora hizo el viaje que cada año hacía a la ciudad para ver a sus hermanas.

Siempre las visitaba en vacaciones; pasaba un mes con ellas.

El viaje era como un premio que se daba a sí misma por la labor de todo el año.

Iba en el autobús leyendo un libro cuando de pronto el vehículo frenó con brusquedad.

Una camioneta le había cerrado el paso.

De ella descendieron cuatro hombres armados.

Subieron al autobús.

Atrevidos, altaneros, ni siquiera se cubrían el rostro para no ser reconocidos.

Esgrimían, amenazadores, sus armas largas.

La maestra se estremeció: uno de ellos era Juan Luis.

Fue él quien se dirigió a los pasajeros: “Entreguen su dinero, sus celulares, sus anillos, sus tarjetas de crédito, y no les pasará nada”.

Él mismo empezó a echar en una bolsa lo que los asustados viajeros le entregaban.

Al llegar frente a ella la reconoció.

La maestra creyó ver en sus ojos un destello de confusión o de vergüenza.

Se volvió él hacia sus compañeros y les dijo: “A ella no le quiten nada”.

“Está bien, Capi”.

“Juan Luis -atinó apenas a decirle- ¿por qué?”.

“Maestra -respondió el muchacho con voz ronca-.

Más vale vivir cinco años como rey, y no 50 como güey”.

Terminadas las vacaciones volvió la profesora a su trabajo.

Un año escolar más; nuevos muchachos y muchachas.

Cuando se topaba en la calle con los padres de Juan Luis ellos bajaban la cabeza y fingían no verla.

Unos meses después la maestra se encontró con la mamá del muchacho.

Vestía ropas de luto.

Esta vez la mujer no rehuyó a la profesora.

La abrazó y le dijo entre sollozos: “¡Ay, maestra!”.

Ella entendió, pero no pudo decirle nada.

FIN.

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