Cineastas mexicanos

AFA-CatonEl cuento que viene al final es impublicable, por eso lo publico. Leyolo doña Tebaida Tridua, encargada de vigilar la moralidad ajena, y cayó postrada en su lecho víctima de una calentura delongada que su médico hubo de tratarle con diversas mengías, entre ellas una a base de bufonina, principio tóxico de las glándulas del sapo.

Las personas en su sano juicio no deberían leer esa vitanda historia. Digan lo que dijeren algunos amargosos, la noche en que las estatuillas del Óscar se entregaron fue una noche mexicana.

Los premios ganados por Alfonso Cuarón y Emmanuel Lubezki reconocieron el talento de dos brillantes cineastas de México, y fue un gozo adicional el Óscar entregado a esa lindísima mujer y extraordinaria actriz de nombre mexicano, Lupita Nyong’o, quien considera a nuestro país una segunda patria.

El cine es el arte de este tiempo, y lo será de todos los tiempos.

Posee una magia y un encanto especiales; tiene una mitología propia. Es un retrato de la vida tan cabal que se diría -al modo de otro Óscar, el famoso Wilde- que no es el cine el que copia a la vida, sino la vida la que copia al cine. Las madres mexicanas de ayer eran lloronas porque se sentían obligadas a sufrir como Sara García.

Antes de Cantinflas nuestros políticos no hablaban como lo hacen hoy.

A la historia del cine -tan breve, tan larga- pertenecen ahora los talentosos mexicanos que alcanzaron la máxima presea cinematográfica.

Ellos nos dieron un motivo de orgullo y de alegría que mucho necesitábamos en medio de tantos duelos y quebrantos. Yo no soy crítico de cine.

No puedo serlo, pues tengo buena entraña y nobles sentimientos.

Pero desde que a los tres años de edad vi Pinocho, de Walt Disney, en el Teatro Marycel de mi ciudad, decidí que en el cine hay más vida que en la vida, y más interesante.

Ese día me convertí en un cinéfilo irredento, hasta el punto en que si por la infinita misericordia del Señor me voy al Cielo preguntaré en la puerta si hay ahí un cine, y si no lo hay lo buscaré en el lado de la competencia.

Entretanto, loados sean los cineastas mexicanos cuyos premios nos alegraron y nos enorgullecieron.

Viene ahora el execrable chascarrillo que arriba se anunció.

Quienes sufran amagos de pudicia deben suspender aquí mismo la lectura. En la Ciudad de México un norteamericano abordó un taxi y le dijo al conductor en un español tan mocho como el que hablamos muchos mexicanos: “Yo querer que usted llevarme a un lugar alto, en las afueras, pues yo haber oído que de noche la ciudad verse muy hermosa, llena de lucecitas”.

“¡Cómo no, jefe! -respondió el taxista-.

Lo llevaré al Ajusco.

Desde ahí la ciudad se ve preciosa”.

En efecto, lo condujo a ese sitio.

Tan pronto se vio en aquel solitario paraje el gringo sacó una pistola Smith y Wesson .44 Magnum, modelo 629 (la que usa Harry el Sucio), y al tiempo que con ella le apuntaba le dijo con ominoso acento al infeliz taxista: “¡Usted bajarse pantalones y demás!”.

“¡De ninguna manera! -profirió, vehemente, el hombre-.

¡Segundo muerto antes que sacrificar mi honor en aras de sus perversos apetitos!”.

Nótese que no dijo “primero muerto”: dijo “segundo”.

Como eso abría una interesante opción el yanqui repitió su amenaza: “¡Si no obedecer, yo volarle la cabeza, y además matarle!”.

Así, doblemente amenazado, el taxista hizo lo que el americano le pedía, y éste “had his way” con el desventurado tipo.

Terminado aquel penoso trance el estadounidense le ordenó a su víctima: “Ahora llevarme de regreso a mi hotel”.

Cuando llegaron el gringo sacó la cartera y le entregó al taxista, uno tras otro, 25 billetes de 100 dólares.

“Por la molestia que yo haberle inferido” -le dijo lleno de cortesía.

“Caramba, jefe -declaró el taxista-.

Pensará usted que soy un descarado, un cínico, pero a raíz de los cambios hechos por el señor Videgaray mi situación económica se ha vuelto tan difícil que si desde el principio me hubiera usted ofrecido este dinero no habría necesitado sacarme la pistola: por propia voluntad habría yo hecho lo que por fuerza me vi en la precisión de hacer”.

“¡Oh no! -replicó el gringo con mucha seriedad-. Pistola ser muy importante.

Con pistola usted ponerse apretadito apretadito”.

(No le entendí). FIN.

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